Grecia la cuna de la historia

No es posible conocer el Peloponeso en un solo viaje: no por su extensión, algo inferior a la de la provincia española de Badajoz, sino por su extrema densidad. La Isla de Pélope es la cristalización más compacta del devenir de Grecia, una amalgama de su geografía y de su historia –natural, humana y divina– tan sólida y compleja que, para conocerla, habría que internarse en ella como un insecto diminuto en el corazón de una granada. Para recorrer con atención y con provecho esta accidentada península que los Balcanes tienden como una mano montañosa al mar, hace falta lentitud, tiempo para exponerse a los estímulos, sosiego para los sentidos y espacio para las maniobras de la memoria. El Peloponeso, más que ningún otro lugar, es un epítome de Grecia.

Oia Santorini
Oia Santorini

Viaje A Través Del Tiempo

El Peloponeso emergió de las aguas hace 25 millones de años, y en las cumbres de sus montes, como testigos silenciosos de ese origen, quedan aún rocas enormes integradas por conchas y esqueletos de crustáceos; con ellas fueron erigidas las grandiosas columnas del templo de Zeus en Olimpia, que hoy yacen desmembradas en el suelo. El corazón de esta península estuvo, en los albores de la historia, habitado por los pelasgos, una estirpe de hombres que griegos y romanos consideraron preselena, «más antigua que la luna». Poco a poco, fueron instalándose aquí arcadios, azanes, lapitas, flegios, minios, eolios, jonios y otros pueblos, a los que Homero, siglos después, llamó aqueos.

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En el contacto de estas gentes con las refinadas civilizaciones de Creta y de Egipto, el Peloponeso vio crecer la primera gran cultura propiamente europea: la civilización micénica. Las ruinas de Micenas, Tirinto y Pilos encarnan aquel mundo de héroes pertrechados de bronce y de oro, de los que el mito griego guarda fragmentada su memoria. A finales del segundo milenio a.C. comenzaron a instalarse aquí los dorios –Argos, Corinto, Esparta–, y de la fusión de todos esos pueblos nació una nueva civilización: la griega. Lo sucedido desde entonces ha dejado en el Peloponeso infinidad de huellas que aguardan al viajero en cada rincón: fortalezas ciclópeas, templos dóricos, monasterios bizantinos, castillos medievales… También playas y ríos que fueron escenario de un mito, cuevas donde las ninfas criaron a los dioses, cumbres y manantiales que fueron el santuario de una divinidad. Toda esta agitación tuvo de fondo, igual que ahora, el cielo luminoso de los veranos griegos, la eclosión de las flores en la primavera, el parpadeo de las hojas de olivo movidas por la brisa. Cosas eternas que nos llevan a compartir el pulso de otros tiempos.

De Corinto A Olimpia

Para explorar esta península sugiero empezar por Corinto, el punto en que se une a la Grecia continental. Tras cruzar el imponente canal que comunica el Jónico con el Egeo se accede a la ciudad antigua en que vivió y predicó san Pablo –espejo de la Grecia romana–, cuya elevada acrópolis ha sido testigo de todas las épocas históricas. Siguiendo la costa poblada de pinos del Golfo Sarónico llegamos al santuario de Epidauro, cuna del héroe sanador Asclepio, y donde nació la medicina científica, unida a la búsqueda de la armonía con la naturaleza y la divinidad. Unos 50 kilómetros al noroeste de Epidauro se halla Micenas, la fortaleza ciclópea descubierta en 1874 por el arqueólogo Heinrich Schliemann. Conviene evitar las horas más calurosas y ver caer la tarde suavemente sobre su roquedal y su valle de olivos. Luego se puede saltar en el espacio y en el tiempo para ir a dormir al puerto de Nauplia, primera capital estable del Estado moderno, con sus tres fortalezas y sus callejas de aire veneciano.

La Bella Arcadia

El día siguiente invita a internarse en la sugerente Arcadia, escenario donde la civilización occidental imaginó, una y otra vez, una felicidad sencilla y posible. Al oeste de Nauplia se hallan las ruinas de Mantínea y las maravillosas cuevas de Kapsia. El viaje continúa por el boscoso Ménalo –la montaña sagrada de Pan– para admirar la hermosa garganta del río Lusios, donde Zeus fue lavado al nacer, y recorrerla a pie por boscosos senderos, pasando por el monasterio de San Juan Bautista (Prodromou) y las inesperadas ruinas de la antigua Gortis. Se puede dormir en Karitena, llamada «Toledo de Morea» en la Edad Media, o en los pintorescos pueblos de Dimitsana y Stemnitsa, obra de canteros expertos. Arcadia podría demorarnos varios días si nos dejamos arrastrar por la evocación de sus sonoros topónimos –Liceo, Partenio, Artemisio, Cilene, Alfeo…–, montes, ríos, fuentes, lagunas, cuevas y bosques sagrados que han poblado el imaginario de Virgilio, Ovidio, Petrarca, Boccaccio, Cervantes y tantos otros que han viajado a esta tierra en busca de sí mismos y sin haber estado nunca en ella Hacia el sureste aguardan otros dos hitos del Peloponeso: las tierras y las ruinas de la adusta Esparta, al pie del legendario monte Taigeto (2.410 m), y la ciudad bizantina de Mistrás, con su palacio y sus monasterios ortodoxos escalando la roca que sostiene su imponente castillo. Nuestra ruta cruza a continuación el valle del Eurotas, donde Zeus se unió a Leda metamorfoseado en cisne y engendró en ella a los Dioscuros y a la bella Helena, para buscar entre los olivares de la orilla del río las ruinas de la antigua Terapne, y la extraña pirámide venerada como tumba de Helena y Menelao. Por la tarde llegamos a la hermosa ciudadela de Monembasia, legendario reducto cristiano, oculta como un avispero de piedra entre un peñón y el mar.

Un Baño en la Peninsula De Mani

El puerto de Gitio es el umbral de la muy singular península de Mani, el más agreste de los cuatro dedos del Peloponeso que emergen del mar. Esta tierra de recelosos clanes y perversos piratas se extiende, pedregosa y yerma, hasta el remoto cabo Ténaro, jalonada de pueblos-fortaleza y hermosas calas de aguas cristalinas. Se puede regresar hacia el norte por la escarpada costa que lleva a Kalamata, y continuar después hacia el palacio micénico de Pilos, patria del venerable Néstor, o bien optar por adentrarse en los suaves valles de Mesenia hasta la antigua ciudad de Mesene, uno de los más hermosos y poco visitados recintos arqueológicos de Grecia. En cualquier momento, al lado del camino, a la sombra de un plátano en la plaza de un pueblo empedrado, o sobre los guijarros de una playa al cobijo de una parra y un pino, hallaremos sin duda una buena taberna abierta a todas horas: bledos recolectados en el campo y aliñados con aceite y limón, tomates y pimientos rellenos de arroz y asados lentamente en el horno, empanadas de queso y espinacas, pulpo asado a la brasa y aderezado con orégano fresco… platos rotundos en su simplicidad y aquilatados por una tradición muy larga, que nos dan todavía no lo sabemos–que Grecia es un lugar para sibaritas sencillos. Rumbo a la famosa Olimpia, quien busque lugares poco explorados se sentirá satisfecho al caminar por la garganta del Neda, una senda que empieza en un viejo puente de piedra y que culmina con una cascada de20metros de caída. O tal vez subiendo a la cumbre del monte Alifera, donde nació Atenea y donde hoy yacen olvidadas las ruinas de su templo, para después contemplar el templo de Apolo Epicuro (siglova.C.) en Bassae, conocido como el Partenón del Peloponeso y declarado Patrimonio Mundial en 1986. Existe una ruta más suave para alcanzar la famosa Olimpia siguiendo la costa del Jónico. Este recorrido permite bañarse en cualquier momento en las playas que se extienden a lo largo de los 60 kilómetros de dunas que separan las poblaciones de Kaló Neró y Katákolo.

Por fin llegamos a la famosa Olimpia, donde Pélope, el héroe que dio nombre a esta tierra, conquistó a la princesa Hipodamía e instauró los renombrados Juegos en honor de Zeus en el año 776 a.C. Los vestigios de aquel santuario y un magnífico museo arqueológico demuestran la importancia que tuvo la ciudad. Y, aun así, mágicamente, después de recorrer todos estos lugares, el Peloponeso seguirá pareciéndonos, cada vez más, un territorio inexplorado.

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